Cuento del poeta argentino Jorge Bucay:
Érase una vez un joven que acudió a un sabio en busca de ayuda.
-Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo ganas de
hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe
y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me
valoren más?
El maestro, sin mirarlo, le dijo: «Cuánto lo siento, muchacho. No
puedo ayudarte, ya que debo resolver primero mi propio problema. Quizá
después…». Y, haciendo una pausa, agregó: «Si quisieras ayudarme tú a
mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te
pueda ayudar».
-E… encantado, maestro -titubeó el joven, sintiendo que de nuevo era desvalorizado y sus necesidades postergados.
-Bien -continuó el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo
meñique de la mano izquierda y, dándoselo al muchacho, añadió-: Toma el
caballo que está ahí fuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este
anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por
él la mayor suma posible, y no aceptes menos de una moneda de oro. Vete y
regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó al mercado, empezó a
ofrecer el anillo a los mercaderes, que lo miraban con algo de interés
hasta que el joven decía lo que pedía por él.
Cuando el muchacho mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros
le giraban la cara y tan sólo un anciano fue lo bastante amable como
para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era
demasiado valiosa como para entregarla a cambio de un anillo. Con afán
de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un recipiente de
cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una
moneda de oro y rechazó la oferta.
Después de ofrecer la joya a todas las personas que se cruzaron con
él en el mercado, que fueron más de cien, y abatido por su fracaso,
montó en su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener una moneda de oro para
entregársela al maestro y liberarlo de su preocupación, para poder
recibir al fin su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
– Maestro -dijo-, lo siento. No es posible conseguir lo que me pides.
Quizás hubiera podido conseguir dos o tres monedas de plata, pero no
creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del
anillo.
– Eso que has dicho es muy importante, joven amigo -contestó
sonriente el maestro-. Debemos conocer primero el verdadero valor del
anillo. Vuelve a montar tu caballo y ve a ver al joyero. ¿Quién mejor
que él puede saberlo? Dile que desearías vender el anillo y pregúntale
cuánto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca: no se lo vendas.
Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo al chico:
– Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya mismo, no
puedo darle más de cincuenta y ocho monedas de oro por su anillo.
– ¿Cincuenta y ocho monedas? -exclamó el joven.
– Sí -replicó el joyero-. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de setenta monedas, pero si la venta es urgente…
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
– Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como ese
anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte un
verdadero experto. ¿Por qué vas por la vida pretendiendo que cualquiera
descubra tu verdadero valor?
Y, diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo meñique de su mano izquierda.
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